Febrero de 1861. La ciudad de México es un inmenso paisaje en ruinas.
Las órdenes monásticas han sido extinguidas. Los principales conventos
están siendo demolidos. Entre montones de escombros, un grupo de
arquitectos, Albino Herrera, José María Márquez, Miguel Bustamante,
trazan calles que a partir de ahora correrán por esos sitios, y dividen
en lotes los edificios religiosos.
La gente mira aquellas ruinas con horror. Para muchos, constituye un
sacrilegio caminar por las calles recién abiertas por la Reforma. Nadie
quiere pisar su suelo, “santificado durante siglos por las virtudes de
sus antiguos moradores”.
A la ciudad deshecha la recorren historias extrañas. En el convento
de la Concepción aparecen 40 mil pesos, que las hermanas de la caridad
tenían escondidos bajo una montaña de estiércol.
En las tumbas de varios conventos son hallados cálices de oro y
piezas suntuosas, que los religiosos ocultaron antes de ser
exclaustrados.
El 19 de febrero la ciudad tiembla de pavor. Al echar por tierra los
muros del convento de Santo Domingo, el interventor del edificio
descubre 14 momias horrorosamente convulsionadas.
Los periodistas se amontonan como moscas en la capilla fúnebre en
donde los cuerpos son expuestos a la curiosidad pública. La Reforma
decide aprovechar políticamente el hallazgo, y expande el rumor de que
se trata de 14 torturados por la Inquisición.
Un reportero de El Siglo Diez y Nueve escribe: “La actitud violenta
que guardan, la congojosa expresión de su gesto y las contracciones
musculares que conservan, dan a conocer que jamás fueron sepultadas en
un ataúd las que a todas luces fueron víctimas de los crímenes
sacerdotales de la Inquisición”.
No se habla de otra cosa por aquellos días.
Se inventan mil consejas, “hijas todas de la ignorancia, amamantadas algunas por la mala fe”, escribe José María Marroqui.
El pueblo hace fila frente a la capilla para ver a “los emparedados
vivos”: “Todos opinan que aquellos esqueletos han pertenecido a
desgraciados que fueron sepultados en vida.
“Lléguense los curiosos a ese asilo de los inquisidores y se
convencerán, como nosotros, de que es el tormento de la asfixia y las
congojas anexas al terrible suplicio del emparedamiento, las que han
dejado tan espantosas huellas en aquellos espectros”, escribe un
periodista.
Algún diario observa que fray Servando Teresa de Mier fue sepultado
en Santo Domingo, y que una de aquellas momias —la cual había aparecido
con las ropas deshechas y largas madejas de cabello gris— podía ser la
suya. El supuesto hallazgo del patricio causa revuelo.
El gobierno de la Reforma, necesitado de recursos, decide vender los
restos, en junio de ese año, a un empresario circense, Bernabé de la
Parra, para que éste pudiera “exhibirlos en Europa y América”.
El 2 de octubre de 1882, 21 años más tarde, un corresponsal del
Monitor Republicano, de paso en Bruselas, encuentra las momias en el
jacalón de una feria. Son expuestas bajo el pomposo nombre: “Gran
Panócticum de la Inquisición. Tristes restos de un pasado tenebroso”.
“Los cadáveres —escribe el corresponsal— se encuentran en muy buen
estado de conservación; son notables por el tamaño; uno de ellos
conserva los zapatos y las medias, y todos están vestidos con las ropas
con que los sepultaron”.
El propietario de las momias es ahora el doctor Joseph Thunnus. El
catálogo que presenta los objetos del Panóptico, las señala de este
modo:
“Núm. 88. Momia de una persona que sufrió el tormento del fuego, puestos los pies en un brasero.
Núm. 89. Momia natural de una persona que sufrió el tormento del agua.
Núm. 40. Momia natural de una persona que sufrió la cuestión de la rueda.
Núm. 41. Momia natural de una persona que sufrió el tormento de la
pena de la angustia, instrumento que le torció los nervios de la cara,
por cuya causa ya no podía cerrar la boca”.
El rastro de las momias va a perderse a partir de entonces. El 13 de
agosto de 1895, El Siglo Diez y Nueve afirma que los restos de fray
Servando se encuentran en un museo de Buenos Aires, y que el gobierno
mexicano hará trámites para repatriarlos.
La aventura vivida por aquellos cuerpos perdidos sirvió para nombrar,
con una de las nomenclaturas más bellas y misteriosas, una de las
calles del centro: Sepulcros de Santo Domingo. El nombre se perdió, al
igual que las momias. En 1921, el gobierno de Álvaro Obregón rebautizó
la calle con el anticlimático nombre de República del Brasil.