
Ezequiel fue un sacerdote y profeta hebreo exiliado a Babilonia
que ejerció su ministerio desde el 595 - 570 A.C. durante el cautiverio
de Israel en Babilonia y a diferencia de otros profetas, tuvo
importantes revelaciones en forma de visiones simbólicas de parte de Yahvé.
Ezequiel se caracteriza por las descripciones detalladas de las
visiones que le fueron mostradas. Su primera visión acerca de un
vehículo celestial en Ezequiel 1:4-28 han sido intepretadas en varios
estudios sobre ufología.
Sus profecías avisaron de la destrucción inminente de
Jerusalén. También fue uno de los oráculos sobre la condenación de las naciones extranjeras y de la restauración de
Israel. Su nombre
Ezequiel (hebreo:
Yejez·qé'l) significa
Dios
Ezequiel, vivió en el mismo tiempo del profeta Jeremías, Daniel y Esdras, estaba casado (Ez:24:18), era hijo de Buzí, de linaje sacerdotal, fue llevado cautivo a Babilonia junto con el rey Jeconías (Joaquim) de Judá (597 a. C.) e internado en tierra caldea, en el actual Tel-Abib
a orillas del río Cobar o Queb-ar. Cinco años después, a los treinta de
su edad (cf. 1, 1), Dios lo llamó al cargo de profeta, que ejerció
entre los desterrados durante 22 años, es decir, hasta el año 570 a. C.
A pesar de las calamidades del destierro, los cautivos no dejaban de
abrigar falsas esperanzas, creyendo que el cautiverio terminaría pronto
y que Dios no permitiría la destrucción de su Templo y de la Ciudad Santa (véase Jer. 7, 4 y nota), eventos que ya habían sucedido.
Había, además, falsos profetas que engañaban al pueblo prometiéndole
en un futuro cercano el retorno al país de sus padres. Tanto mayor fue
el desengaño de los infelices cuando llegó la noticia de la caída de
Jerusalén y la destrucción del Templo. No pocos perdieron la fe y se
entregaron a la desesperación.
La labor del Profeta Ezequiel consistió principalmente en ejercer la
amonestación y el arrepentimiento, combatir la idolatría, la corrupción
por las malas costumbres, y las ideas erróneas acerca del pronto
regreso a Jerusalén. Para consolarlos pinta el Profeta, con los más
vivos y bellos colores, las esperanzas de la salud mesiánica.
Divídese el libro en un Prólogo, que relata el llamamiento del
profeta (caps. 1-3), y tres partes principales. La primera (caps. 4-24)
comprende las profecías acerca de la ruina de Jerusalén; la segunda
(caps. 25-32), el castigo de los pueblos enemigos de Judá; la tercera
(caps. 33-48), la restauración.
"Es notable la última sección del profeta (40-48) en que nos
describe en forma verdaderamente geométrica la restauración de Israel
después del cautiverio: el Templo, la ciudad, sus arrabales y la tierra
toda de Palestina repartida por igual entre las doce tribus"
(Nácar-Colunga).
Las profecías de Ezequiel descuellan por la riqueza de alegorías,
imágenes y acciones simbólicas de tal manera, que S. Jerónimo las llama
"mar de la palabra divina" y "laberinto de los secretos de Dios".
Israel está en pie de guerra y el Señor ha puesto al profeta como centinela para dar la voz de alarma ante el peligro.
Ezequiel carga con la responsabilidad del pueblo entero. Ningún
profeta siente una necesidad tan imperiosa de entregarse al examen
detenido de ciertos problemas y de poner en claro todas sus
implicaciones; en una palabra, Ezequiel es no sólo profeta sino también
teólogo.
Es significativa la forma como Ezequiel recibe en el momento de su
vocación el mensaje que ha de transmitir: una mano le alarga el libro
con lo que debe predicar (2, 1-3, 15).
Con su palabra y con su silencio, Ezequiel fue el acusador de Israel
rebelde. Todo pueblo tiene en su historia un pecado continuo, pero lo
interesante es la idea que este profeta tiene del pecado. Pecado es la
ofensa a la santidad de Dios y la transgresión de un orden sagrado, o
de unas órdenes sagradas. Degollar a un inocente, es indigno para
Ezequiel, sobre todo por la profanación del templo que ello ocasiona
(Ez 23,39). Se explica así, la responsabilidad enorme que recae sobre
los sacerdotes, guardianes del templo (Ez 22,26). Para el hebreo había
lo puro y lo impuro y Yahvéh era quien definía la esfera de lo santo a
lo puro, lo impuro y profano (Ez 8, 6-17). El problema era saber por
dónde corría o cuál era la relación de Israel con su Dios. Porque el
Pueblo de Dios iba o debía ir siempre en marcha, y Yahvé con él
alumbrándole el camino.